viernes, 12 de febrero de 2010

Eso


El televisor hervía como una caldera que desprendía radiación beta en todas las direcciones de la habitación. Tras los ojos resecados, Gustavo sentía una intensa incomodidad, ardía por dentro mientras se obligaba a contener la necesidad de salir a gritar algo, por más estúpido que fuera.
La primera regla era que ahora todos eran libres. La segunda, que no debía nadie recordar o hacer recordar el nombre, ni los símbolos, siquiera los vestigios que contuvieran algo de eso que había pasado.
“Eso”.
Por supuesto que uno era libre de no suscribir a la segunda regla, porque todos eran libres. Pero también eran libres las manos de los titiriteros, los que aceitaban y ponían en funcionamiento la máquina para que echara a rodar correctamente. Con el tiempo todo fue desarmado, desmoronado y rearmado a medida. Las leyes laborales también apelaban a la libertad: la libertad de contratar y de echar, la libertad de elegir un trabajo o cambiarlo. O no trabajar. La libertad de imponer el horario de trabajo, las horas, el salario –ah si, claro, también la libertad de pedir un mejor salario por parte del trabajador–.
Gustavo ya casi no sabía lo que era dormir. Ejercía su libertad de buscar información entre la chatarra y la desolación. Miles de colores de publicidades largas y fastidiosas le gritaban en la cara, aparentando una discusión delirante que se escuchaba desde la calle, dónde los hombres eran libres de caminar por dónde quisieran, de robar si quisieran y la policía de matarlos o torturarlos, si quisiera. Todo se balanceaba naturalmente, si algo entendían ahora los nuevos hombres y las nuevas mujeres era que nada, jamás, debía interceder en su derecho de elegirlo todo.
“Muchas horas de trabajo”, pensaba Gustavo. Lo repetía en su cabeza, pero a medida que se lo repetía a si mismo iba perdiendo significado. A lo lejos sonaba la bocina de un barco. “El puerto”. Otra carga. Una cada hora. Las mercancías salían libremente hacia dónde las pagaban mejor. Todos eran libres de producir y comerciar sin la menor intervención. Todos podían decidir los precios de sus mercancías y, a la vez, todos podían decidir si pagar o no ese precio.
-¡Festejemos estos siete años de libertad! ¡Brindamos para usted el mejor servicio con todo nuestro cariño! ¡Ponemos lo mejor de nosotros, porque somos como usted! –gritaba un estridente y festivo corto publicitario que, libremente, los dueños del canal decidían poner al aire.
Gustavo prendió un cigarrillo y miró por la ventana. Las casas estaban ya muertas, en cenizas, esperando que el sol reavivara las llamas y encendiera millones de lamparitas que compensaran la tibieza de sus rayos de madrugada. Apagó el televisor un momento y escuchó cantar a los grillos. Se preguntó por que los grillos cantaban con tal sincronía. Se sintió tonto. Esbozó una sonrisa infantil. Su incomodidad por momentos se hacía enorme, y el tiempo se le escurría de las manos, todas las noches, cada una de las noches. No había tiempo para escuchar a los grillos ni mirar por las ventanas.
El humo le recordó que sus ojos estaban enrojecidos. Aunque no podía verlos, podía sentirlos. Con gran torpeza se levantó de la silla aplastada por la carga de su cuerpo y comenzó a revisar los armarios y cajones de la casa. Se golpeó varias veces. Se enfureció más tras cada impacto. Por el aire volaban, como papelitos que reciben a un equipo de fútbol un caluroso y soleado día de domingo, decenas de folletos y volantes, miles de frases de publicidad “Compre nuestra pizza, la mejor”, “Prestamos dinero fácil”, “Confíe en nuestro servicio”, “Sabemos lo que usted necesita porque estuvimos allí”… colores y mas colores, y mas papeles. Gustavo entró en un estado de cólera incontenible, arrojó al suelo la mesa de luz y revolvió histéricamente los papeles que se desparramaron en un arco iris, gritando como un demente. Los gritos y los ruidos adelantaron el trabajo del sol, y algunas lámparas se encendieron en el vacío de la noche fría como la muerte.
Sobre el piso yacía un papel opaco, desgastado por los años y teñido de un pálido color amarillo, que escondía un tenue, casi imperceptible juego de líneas verdes horizontales. Un sonido alegre invadió la casa una vez, y luego otra y dos veces más. Seguidamente, la puerta comenzó a ladrar, cada vez más fuerte.
En el papel, Gustavo leyó:

GUSTAVO F. MIGUEZ Importe: 168 pesos Telefonía del Estado.

Un grupo de tres policías derrumbaron la puerta, haciendo ejercicio pleno de su libertad. El hombre permaneció petrificado mirando aquel viejo papel.
Los policías ingresaron lentamente, preguntando si había alguien en la casa, pero no hubo respuesta alguna. Advirtieron el desorden y se dirigieron cuidadosamente a la habitación desde dónde brotaba una pequeña orilla de papeles coloridos.
Gustavo oyó que los pasos se acercaban.
-Esto –dijo, sin quitar sus ojos del papel– ¿Qué es esto?
-¿Qué es que, señor? ¿está todo bien? –preguntó uno de los policías, mientras los otros asomaban las cabezas por sobre el hombro del primer uniformado.
-Esto… –dijo señalando el papel con el dedo índice de su mano derecha– el “Estado”.



Fuentes:

Imagen
http://biblialiberal.files.wordpress.com/2008/12/por-la-obscuridad.jpg

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5 comentarios:

  1. Me gustó el cuento.
    Sobre todo esta frase me parece feliz: "algunas lámparas se encendieron en el vacío de la noche fría como la muerte"

    Saludos, Martín.

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  2. Muy bueno! Tanto, en este momento, que se mu puso la piel de gallina por un instante. Me dio grima.
    Eso, ¡grrgggrrggrhh!

    ¡hhhhhhh! ¡ahhhhh!

    Muy bueno esto martín, gracias por recordar eso para que eso no ocurra y siempre tengamos esto para todos incluso para esos.

    saludos,
    fd

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  3. Me voy a permitir poner textualmente un párrafo de un libro que estoy leyendo.
    Insisto, me gustó mucho tu cuento, Martín.

    ahí va:
    "Ampliación del campo de batalla" de Michel Houellebecq

    "Definitivamente, me decía, no hay duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero; y se comporta como un sistema de diferenciación tan implacable, al menos, como éste. Por otra parte, los efectos de ambos sistemas son estrictamente equivalentes. Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama la "ley del mercado". En un sistema económico que prohibe el despido libre, cada cual consigue, más o menos, encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohibe el adulterio, cada cual se las arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y a la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad. A nivel económico, Raphaël Tisserand está en el campo de los vencedores; a nivel sexual, en el de los vencidos. Algunos ganan en ambos tableros; otros pierden en los dos. Las empresas se pelean por algunos jóvenes diplomados; las mujeres se pelean por algunos jóvenes; los hombres se pelean por algunas jóvenes; hay mucha confusión, mucha agitación."

    fd

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  4. Ricardo: Que bueno que te haya gustado. Quería hacer algo corto y directo, aunque releyéndolo me gusta un poco menos :P

    Pinky: ¿Sabés que no sé exactamente si lo escribí por una época que existió o una que no existió aún? No sé exactamente si el contexto es una ficción o una realidad, me pasaba eso mientras lo escribía.
    Respecto al texto, me parece interesante pero no lo comparto: yo creo que efectivamente tiene que haber ciertos límites de conducta, hay cosas que no se pueden permitir, pero dentro de lo razonable creo que las actitudes personales tienen que ser lo mas libres posible. Vale decir, no estaría de acuerdo en absoluto con que un adulto se case con una menor de edad, pero sí con que tenga derecho a tener la cantidad de parejas (en ambos sentidos, es decir, tanto para los hombres como para las mujeres) como desee. Eso es una decisión de las personas y de lo que hacen con su vida sexual. El peligro, en todo caso, es cuándo se pone sobre la mesa el tema de la paternidad y se analiza de nuevo la libertad sexual y como ésta influye sobre la salud de los hijos. Es un tema para el debate.

    Matias: Gracias.

    Saludos a todos.

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